Más beneficios que riesgos
Las vacunas constituyen uno de los mayores éxitos de la medicina.
Grandes epidemias que asolaban a la humanidad un siglo atrás han quedado
ya en el olvido. Cierto es que, como cualquier tratamiento médico, no
están exentas de riesgos, aunque pocos se atreverían a negar que sus
beneficios son muy superiores. Sin embargo, las vacunas,
paradójicamente, siguen, aún en el siglo XXI, generando controversias y
conflictos. En concreto, destacan dos: la negativa de los padres a
vacunar a sus hijos menores de edad (véase, el caso del brote de
sarampión ocurrido en Granada a finales de 2010) y la negativa de
algunos profesionales sanitarios a ser vacunados.
Si bien las tasas de vacunación en la infancia alcanzan en nuestro
país porcentajes próximos al 100%, por el contrario, las de vacunación
de los profesionales sanitarios siguen siendo inferiores. Ello plantea
necesariamente una duda: ¿por qué es precisamente el colectivo de los
profesionales sanitarios los que siguen todavía rechazando las vacunas?
¿Se podría obligarles por ley a la vacunación?
El problema es que nuestro sistema jurídico no recoge ninguna norma
que permita vacunar obligatoriamente a colectivos profesionales o,
incluso, a los ciudadanos fuera de los supuestos de epidemia. Y aquí
radica el contrasentido porque, si solamente se permite una campaña de
vacunación obligatoria en caso de epidemia, ¿cómo van a evitarse, pues,
las epidemias? Será ya tarde cuando nuestro sistema jurídico permita
responder a dicha necesidad. La vacunación es considerada en nuestro
país como un acto de intromisión en la integridad del individuo, que
está protegida por la Constitución, por lo que su regulación solo se
podría realizar mediante una ley orgánica.
Además, con la reciente Ley General de Salud Pública de 2011 se ha
perdido una gran oportunidad de regular dicha cuestión. No se trata,
obviamente, de recoger una norma que establezca de manera indiscriminada
la vacunación obligatoria, sino tan solo de construir un sistema
jurídico que permita diferentes medidas, que irían desde la educación y
promoción, hasta incentivar y, en supuestos singulares pese a que no
concurra el requisito de la epidemia, vacunar obligatoriamente. Así se
ha establecido en muchos países de nuestro entorno y puede que aquí se
haga, cuando una mala experiencia nos lo exija, aunque ya será tarde.
Puede que, de alguna manera, la negativa de los médicos a vacunarse
obedezca a su proximidad a la enfermedad y, por tanto, a los aciertos y
errores de su especialidad, que les hacen singularmente aprehensivos.
Sea cual sea el motivo, lo cierto es que no solo están poniendo en
riesgo la salud de sus pacientes sino que también están “tirando piedras
contra su tejado” y dando voz a aquellos colectivos que ponen en duda
las bondades de las vacunas y, peor aún, a ciertos movimientos que, por
diferentes intereses, promueven una medicina o terapias muy alejadas de
la tradicional.
En todo caso, las dudas y conflictos que siguen apareciendo en torno a
las vacunas quizás responden a su propio éxito. El olvido de las
antiguas epidemias puede que sea el que esté jugando precisamente una
mala pasada a las vacunas. Sin embargo, ello no debe hacer olvidar a los
profesionales sanitarios cuál es su principal deber ético y legal, que
no es otro que luchar por la mejor salud de sus pacientes.
Federico de Montalvo es consejero de Asjusa Letramed y profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Comillas (ICADE).
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